sábado, 19 de noviembre de 2011


Una explosión de sangre, eso se imaginaba. Ella no había visto nunca una explosión, salvo en la tele, pero igual se imaginaba que lo que iba a suceder sería como una explosión de sangre. El cómplice le habia dicho que no, que se quedara tranquila. Él ya estaba acostumbrado. Le sonreía con un solo costado de la boca, algo dificíl si probaron, no vayan a creer. Pero no es lindo. Sonreía con un solo costado de la boca en actitud gestual que denotaba una verdadera austeridad de alegría.
 En realidad, él no tenía mucho de qué reírse. Ya había estado preso una vez y sabía que si volvían a agarrarlo la cosa ya no sería tan sencilla. Estaba jugado. Sentía que servía para eso nada más, para el delito. Era lo que daba buena platita, después de todo.
 Los dos, ella y él, estaban ahora a punto de cometer uno, el primero para ella, tan joven, pobrecita. Esperaban sabiendo que tenían a su víctima absolutamente bajo control. Esos momentos previos son muy duros. Ella temblaba un poco y, como estaban solos, él se inclinó levemente para hablarle en un tono bajito, si hasta pareció que iba a besarla pero no lo hizo, claro, él no era precisamente un tipo sensibe. Le hablaba al oído, como dando instrucciones. Ella movía la cabeza diciendo que sí, que sí, aunque estaba blanca como esta página y de sus ojos oscuros como el ébano se deslizaban unas silenciosas gotitas. El tiempo pasaba como siempre, ya se sabe como es el tiempo, pero ella tenía la sensación de que andaba lento y pesado como esos hipopotámos del zoológico con los que, con su novio, se habían reído tanto porque sí nomás. Era un gran contraste estar allí, ahora, con ese tipo que apenas conocía, esperando para matar y sin poder evitar que se le movieran traviesas en la mente las voces de aquella tarde en el zoológico junto a su novio.
 Tirale una galletita, dale, dale. Pero no, tontita, si los hipopótamos no comen galletitas, mira que cacho de animal, cómo va a comer galletitas. Pero tirale, dale, yo sé lo que te digo, prestame la caja, mirá, viste, qué te dije, mirá.
  Y la tarde desparramaba un sol generoso que hacía que el celeste fuera más celeste. Los chicos corrían por los caminitos del zoológico seguramente deseando tener cien ojos para no perderse nada y mil manos para lanzar galletitas que pegaban en la cola colorada de un mono o en el absurdo caparazón de una tortuga que, en una de ésas, vio pasar por allí a un abuelo nuestro cuando era chiquito y ahora ni siquiera sabe que el abuelo murió hace rato pero no vale la pena contárselo porque con un día como ése era una pavada poner triste a la tortuga o a cualquiera.
 Era un lindo día, si. Linda época. Porque había sol, pajaritos, brisas, todo por delante y se amaban, como dicen las novelas.
    - Decime que me amás
    - Y claro que te quiero
    - Que me querés no, tontito. Decime que me amás.
    - ¿Cómo en la tele?
    - Sí, como en la tele.
    - Ta bien. Te amo, corazón mío de mi vida, se me parte el alma en mil pedazos cuando pienso en ti, oh mi amor, mi pequeña, loca mía.
    - Sos un plomito.
    - ¿ Y por qué?
   -  Porque me estás cargando y lo que yo quiero es que me digas en serio que me amás porque nunca me lo dijiste con esas palabras. Nadie lo dice así. Nosotros somos diferentes, diferentes en todo, seguro. Prometeme que siempre va a ser así.
   - Y claro, qué decís. Te lo aseguro, no tengás miedo.
 No, no tengo, se oyó decir a sí misma, pero sí tenía. Aquella tarde del zoológico parecía un sueño de tan linda. Nada que ver con esa espera. Sí, tenía miedo. Ella nunca antes había matado y dentro de muy poco, unos minutos, iba a producirse lo que imaginaba como una explosión de sangre aunque su complice quisiera tranquilizarla. Él no parecía tan nervioso, aunque habia cierta tensión en el ambiente que cualquiera sensible hubiera percibido enseguida. Allí donde estaban nadie podría verlos pero ahora pensaba que no era eso lo importante, que casi daba igual si los veían o no porque lo que importaba era que ella tendria que vivir el resto de sus días con esa carga en su conciencia.
 No entendía cómo se había dejado convencer y comprendía que ya era tarde para volverse atrás.
    - Ya falta poco - dijo él, el cómpice, en voz baja y chistando apenitas como se hace para tranquilizar a un caballo nervioso.
    - ¿Cuánto? - preguntó ella, tensa.
    - Poco - dijo el delincuente sin agregar nada más.
 A una nena se le reventó un globo cerca de la jaula de los leones, esa tarde que ahora volvió a recordar. Más que una jaula es como una casa grandota, no sé si la vieron. La de los lenoes, digo. Con el reventón del globo ellos dos levantaron la vista al mismo tiempo y después él dijo algo que ella no entendió: los leones siempre tienen un buen lugar donde vivir.
   - ¿Por qué no nos casamos? Todo el mundo se casa.
   - Todo el mundo no. Todos los que tienen con qué - dijo él.
Ella se había quedado mirando a la nena que ahora lloraba cerrando los ojos y abriendo grande la boca, quieta, desconcertada, sin explicarse que la vida daba sopapos como matar a un globo derrepente. Me gustan los chicos, dijo ella. A mí también, dijo él y sonrió con toda la boca, con todas las ganas.
  - Vamos a tener un montón -  dijo ella desafiante.
  -  Todos machitos - dijo él, saboreando la idea de fútbol, mina, chupi. Y el sol aplaudía. O eso les pareció a ellos, al menos. Ella sacó una galletita con forma de elefante y la puso, golosa, casi sensualemnte, en su esponjosa boca.
 Tenía un gusto amargo ahora, con su cómplice que aparentaba serenidad y tener todo bajo control, ya estaba acostumbrado a eso. Pero ella no. Se sentía frágil. El paladar seco, los dientes como ajenos. Un sudor frío pero no refrescante brotándole en la frente. Matar, Dios mío, matar. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿ Por qué no salía corriendo de repente? Él, su cómplice, tal vez la detuviera. Aunque no, no creía, no se iba a atrever, ella sabía ya demasiado de él. ¿Qué pasaría cuando llegara el momento? ¿ Se atrevería o, en ese desicivo segundo, daría un salto y echaría a correr a cualquier parte? Hay cosas que no se pueden saber hasta vivirlas, pensó. Pero es que yo no quiero vivir esto, se dijo enseguida para sí misma. Y lo repitió en voz alta: yo no quiero vivir esto. Por primera vez el cómplice pareció ponerse realmente nervioso. Miró a un costado como temiendo que alguien más pudiera haber escuchado ese conato de arrepentimiento y luego la miró a ella con unos ojos que a la pobre le parecieron feroces pero eran solamente fríos como los de un reptil. Está bien, está bien , dijo ella con voz contenida arrepintiéndose de su arrepentimiento. Él se aflojó, aliviado. Volvió a acercarse más a ella con esa sonrisa prestada y le susurró una frase que la hizo estremecer, sonándole siniestra: vas a ver que todo va a ser muy rápido.

    - Cómo pasa el tiempo.. - Suspiró ella aquella tarde en el zoológico mientras miraba para el lado del sol que se metía despacito entre los edificios frente a Plaza Italia.
   - Sí que pasa.. - Dijo él soplándole a la nada con un gesto que se movía entre la resignación y la pena.
Salieron del zoológico y, tomados de la mano, cruzaron a la plaza sin dejar de decirse cosas en secreto, de reírse como chicos, de beberse la tarde a sorbos cortos y darse palmaditas jugetonas. 
 La abofeteó levemente, muy levemente. Ahora las palmaditas eran en la cara, despacio. El zoológico era solo el recuerdo al que se aferraba mientras su cómplice le preguntaba si estaba bien. Ella cerró los ojos con fuerza y dijo que sí. Cuando los abrió le pareció que su cómplice estaba ahora agazapado, pasándose la lengua por los labios que debía tener muy secos, como ella. Sin dudas el momento estaba cercano. Casi se la podía oler a la muerte. Iba a ocurrir una masacre y los dos lo sabían, lo que hacía que la tensión aumentara y que ninguno de ellos dijera nada mientras él, su cómplice, se movía sigiloso buscando algo. Iban a matar. Ella apretó los dientres sintiéndolos crujir. Éste es el momento, éste es el momento, se repitió con ansiedad y angustia. Todavía puedo dar un salto y correr. Pensó en su novio, que ni siquiera sabía que ella estaba allí. Tal vez me vaya, se dijo. Intentó mirar a su cómplice buscando un instante de duda para denter todo pero él estaba agazapado y ella, desde su posición, apenas le veía la calva, los hombros, parte del guardapolvo blanco. Ella seguía boca arriba, la esplada transpirada pegada a esa camilla, mientras su cómplice estaba exactamente entre sus piernas abiertas, con una cosa larga de metal en la mano, pidiéndole que se afloje, dispuesto a comenzar la matanza.
... Yo voto por la vida.
Recomiendo estos videos, no tienen ninguna imagen fea sino que son testimonios, dos puntos de vista totalmente distintos pero con UN mismo pensamiento. NO AL ABORTO

No hay comentarios:

Publicar un comentario